Mañana se cumplen 30 años de que murió mi hermano. Tenía 21 años. Me parece increíble que hayan pasado tantos años y que parezca tan detrás de la ventana la imagen de mi madre destrozada, atravesando el jardín, para darnos la noticia.
Mi hermana me dice: Es un niño. ¿Niño?, le pregunto. Y me lo recuerda: hoy somos mucho mayores que él, le doblamos la edad. Y caigo en cuenta que durante estos 30 años he sentido que nos ha acompañada y ha crecido. No lo pienso de 50 años. No, lo pienso como era él: un joven viejo, o un viejo en un cuerpo joven. Pienso en él como un hombre atemporal, pero que había devorado los años para poder irse de esta vida siendo veinteañero y pleno de experiencias. Y ahora pienso que quizá nunca fue un niño. Aún a sus tres años aparecía con ese gesto adusto, esos ojos profundos, de mucha vida interna.
Después de que murió hice hasta lo indecible para tratar de prolongar su vida en mí, como revisar su ropa en el closet (sin tocarla, nunca pude volver a tocarla), o hurgar en un par de cuadernos que tenía en la cabecera de su cama. Con estupor y alegría vi que mi hermano era un desacomodado, un outsider en muchos sentidos; que mi hermano cuestionaba todo como lo hacía yo, en silencio y en mi interior; que había alguien como yo inconforme con esa esfera perfecta con la que nos protegía nuestra familia.
Bueno, sin quererlo, él abrió una grieta en esa esfera. Y cada uno (hermanos, padres) dimos un leve golpe para que se hiciera trizas. Nunca más volvimos a estar protegidos. Nunca más nuestra visión de la vida y el mundo volvió a ser inocente.
Lo escribo hoy y no mañana, porque el 28 de febrero he decidido que no le pertenece más a mi hermano. Por encima de él y su muerte y todo lo que pasó con su muerte, está el aniversario del inicio, de otro mundo, el aniversario de lo nuevo, lo fecundo, lo vivo, lo transformador, lo intenso. Pero de eso hablaré el 28. No hoy.
Comentarios
Un abrazo,
Eidania