Los viajes tienen su efecto. Y a mi ver, es distinto si es por aire, tierra o mar. El vuelo te permite un desapego del lugar de origen y del destino. Te vuelves en un habitante sin tierra.
Cuando regreso a Hermosillo tengo cierta incomodidad: no encontrar el bulevar Kino tal como lo dejé (y no es necedad, pero ¡qué falta de buen gusto! lo dejaron como una entrada periférica, desolada, desencantada, poco amable y sin árboles); que en la esquina donde doblaba para ir a la casa de algunos de mis mejores amigos la mojonera no sea la misma (cada vez encuentro un negocio diferente).
Hay un ímpetu extraño en los hermosillenses; pareciera que debido a su poca apetencia por los viajes (hablo de una tendencia promedio) tienen necesidad de reinventar el rostro de la ciudad para sentir que están en otro lugar. Esto explicaría por qué abren un antro, se pone de moda, se quema, se cierra y luego, en el mismo lugar, abren un nuevo antro con otro nombre y decoración que se pone de moda, se quema, se cierra... Lo mismo con restaurantes.
Prefiero pensar que es ésta la razón y sólo ésta, y no que Hermosillo es la gran lavandería de cierto dinero. Ese dinero que sigue circulando convenientemente mientras las autoridades juegan a atrapar a capos (y volvemos: los atrapan, los juzgan, los encierran, reabren juicios, los liberan...). Reinvención pura.
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