Las piñatas son un ensayo para el aprendizaje de la vida. Los niños aprenden a subirse a los toboganes y a arrojarse por ellos, como en la antesala de la vida adulta aprenderán a subirse en su carrera profesional, tomar retos y caerse una y otra vez. Aprenden a defenderse de niños gandallas que acaparan los juegos a punta de codazos y gritos repetidos de "¡tú no!". Aprenden a tolerar la frustración cuando la niña bonita y matona se cuela en los primeros lugares de la fila para avanzar más pronto. Aprenden a saltar en el brinca brinca junto con otros niños, armonizando los brincos para que nadie se golpee, se pise, se caiga. Aprenden que pegarle a la piñata es parte de un ritual que nada tiene que ver con el odio hacia los personajes más queridos del momento (¡Peppa!). Aprenden a colarse entre las rodillas de los niños que recogen con la avaricia más frenética los dulces que caen de la piñata rota, o bien a esperar con prudencia que la anfitriona reparta bolsitas surtidas y en la paz de una fila (y que decida una u otra cosa nos dirá mucho del carácter del niño).
Por eso a pesar del agotamiento y falta de tiempo intento llevar a las piñatas a Cecilia. Y cuando no sabe subir por una cuerda, le enseño cómo usar trucos para suplir la fuerza de otros niños; por eso cuando cae y llora le recuerdo que caer también es divertido; por eso no la presiono cuando recoge dulces del suelo uno a uno, con elegancia y sin avaricia; por eso entiendo cuando prefiere evitarse filas y se acerca a que la maquillen como mariposa cuando ya todos los niños se han ido; por eso permito que se tome su tiempo y vaya a abrazar a la piñata para despedirse de ella, antes de que también la golpee sin culpa alguna minutos más tarde.
Sí: las fiestas infantiles contienen muchas lecciones de vida.
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