Llegué a ti de la mano de mi hermana. Y como llegué renuente, escéptica, irreverente, te obstinaste a permanecer junto a mí. Así fuiste siempre, porque así fue Dios contigo: perseverante, obstinado. Qué te digo del humor pesado que siempre se traían ustedes, rasgo que a ti especialmente te caracteriza. Esa es una de las razones por las que me caes tan bien: por tu sentido del humor, por tomarte a la ligera esos accesorios del misticismo (ay las levitaciones), y por tomarte tan en serio (hasta el silencio) aquello del misticismo que trasciende la palabra y el cuerpo y la mente.
Y si seguimos siendo amigas es por tu terquedad. Murió mi madre y ahí estuviste: en la primera madrugada del 15 de octubre, abrazándonos, consolándonos, diciéndonos a mi hermana y a mí que nada es casual, que todo tiene sentido. Canonizaron a la filósofa (Edith, la Stein, claro que lo sabes) y ahí estabas guiñándonos a una y a otra, haciéndonos más amigas que maestra-pupila.
No pienso a menudo en ti. A decir verdad no pienso a menudo en nada que no sea mi vida cotidiana, la rutina, la pareja, las hijas, el jardín, la casa, el trabajo. Eso lo sabes. Pero cuando lo hago, como este día, estás aquí como la más entrañable amiga, a la vuelta del latido, del calor del alma que dejan las amistades profundas y permanentes.
¿Puedo pedirte algo? Sé obstinada, persiste hasta mi fin. Y dame entonces un guiño, cualquiera. Lo sabré reconocer. Y entonces confiaré en tu mano, la que me dio mi hermana, la que me diste la madrugada de aquel 15 de octubre; entonces nada me será extraño ni temeroso. O sea, lo que te estoy pidiendo es que sigas aquí y no te vayas. Siempre sé en mi vida esa adorable terca, ¿sí?
Y si seguimos siendo amigas es por tu terquedad. Murió mi madre y ahí estuviste: en la primera madrugada del 15 de octubre, abrazándonos, consolándonos, diciéndonos a mi hermana y a mí que nada es casual, que todo tiene sentido. Canonizaron a la filósofa (Edith, la Stein, claro que lo sabes) y ahí estabas guiñándonos a una y a otra, haciéndonos más amigas que maestra-pupila.
No pienso a menudo en ti. A decir verdad no pienso a menudo en nada que no sea mi vida cotidiana, la rutina, la pareja, las hijas, el jardín, la casa, el trabajo. Eso lo sabes. Pero cuando lo hago, como este día, estás aquí como la más entrañable amiga, a la vuelta del latido, del calor del alma que dejan las amistades profundas y permanentes.
¿Puedo pedirte algo? Sé obstinada, persiste hasta mi fin. Y dame entonces un guiño, cualquiera. Lo sabré reconocer. Y entonces confiaré en tu mano, la que me dio mi hermana, la que me diste la madrugada de aquel 15 de octubre; entonces nada me será extraño ni temeroso. O sea, lo que te estoy pidiendo es que sigas aquí y no te vayas. Siempre sé en mi vida esa adorable terca, ¿sí?
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