El 1 de noviembre inicié la redacción de la novela. Tengo el esqueleto, el perfil de los personajes, la escaleta de la historia y, sin embargo, me siento aterrada.
El esqueleto no es suficiente soporte cuando tenemos que cubrirlo con músculos, vísceras, arterias, células, dermis, vellosidades, órganos vivos que mantengan la vida de ese gran cuerpo que es una novela.
Siempre siento que no seré capaz. No sé si un escritor experimentado sigue teniendo esta sensación pasados los años –bueno, quizá cabría preguntar si los escritores de renombre han sentido alguna vez terror-.
Mis amigos escritores me preguntan a qué temo, o qué quiero, o qué me frustra. No sé decirles. Escribo y me siento como si fuera un pintor ciego que no puede ver lo que ha trazado, si las líneas se unen donde debieron haberse unido; si los colores son exactamente los que se querían producir, si líneas y colores se han armonizado en la figura que se deseaba dibujar y, sobre todo, si aquello que se ha hecho vale la pena.
Estoy a ciegas.
El sábado les llevé a mis amigos del taller un avance de la novela. Hablamos principalmente del narrador. Es un tradicional narrador omnisciente; sabe lo que piensa, siente y desea cada personaje.
Es la primera vez que uso en una novela un narrador así. Mis dos novelas escritas hasta ahora están narradas desde la primera persona. Un narrador omnisciente era la mejor manera de solucionar las transiciones entre un personaje y otro, y entre una generación y otra. La mejor manera de mantener una narración independiente de la voz de los tres principales personajes.
Leo lo avanzado y me digo que es anodino, que si a quién le importa. Tal vez sin saberlo me estoy dirigiendo a una transición, que no se plasmará en esta novela, sino en la siguiente.
Tendré entonces que dejar un tiempo considerable para volver a escribir.
El esqueleto no es suficiente soporte cuando tenemos que cubrirlo con músculos, vísceras, arterias, células, dermis, vellosidades, órganos vivos que mantengan la vida de ese gran cuerpo que es una novela.
Siempre siento que no seré capaz. No sé si un escritor experimentado sigue teniendo esta sensación pasados los años –bueno, quizá cabría preguntar si los escritores de renombre han sentido alguna vez terror-.
Mis amigos escritores me preguntan a qué temo, o qué quiero, o qué me frustra. No sé decirles. Escribo y me siento como si fuera un pintor ciego que no puede ver lo que ha trazado, si las líneas se unen donde debieron haberse unido; si los colores son exactamente los que se querían producir, si líneas y colores se han armonizado en la figura que se deseaba dibujar y, sobre todo, si aquello que se ha hecho vale la pena.
Estoy a ciegas.
El sábado les llevé a mis amigos del taller un avance de la novela. Hablamos principalmente del narrador. Es un tradicional narrador omnisciente; sabe lo que piensa, siente y desea cada personaje.
Es la primera vez que uso en una novela un narrador así. Mis dos novelas escritas hasta ahora están narradas desde la primera persona. Un narrador omnisciente era la mejor manera de solucionar las transiciones entre un personaje y otro, y entre una generación y otra. La mejor manera de mantener una narración independiente de la voz de los tres principales personajes.
Leo lo avanzado y me digo que es anodino, que si a quién le importa. Tal vez sin saberlo me estoy dirigiendo a una transición, que no se plasmará en esta novela, sino en la siguiente.
Tendré entonces que dejar un tiempo considerable para volver a escribir.
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