

Fui al cine a ver La vida de los otros. Fui con Claudia, porque cuando ella estaba en Elche la animaba a volver diciéndole: "Anda, ven, para ir juntas al cine".
Y ahí estaba: ese escritor alto y corpulento, temeroso de la soledad y de no volver a escribir. Noble, vanidoso, amoroso con su mejor amigo, un dramaturgo.
Y ahí estaba yo: conmovida recordando a los escritores que amo, a Jünger y a Kundera disidentes de sus dictaduras, el escritor alto y su amigo dramaturgo, la conversación sobre política aquel domingo en su casa, con una cerveza Sol en la mano y los disfraces para sus perfomances provocadores.
Estaba yo con esas preguntas que he querido enterrar: ¿para qué escribir? No te iba a preguntar eso, me dijo Imanol. No me quiero preguntar eso, me dije yo. Pero lloro cuando veo que hay un arte que sí se pregunta el por qué, y ese por qué lo veo respondido en las lágrimas del espía de la STASI, llorando y transformándose porque ha escuchado en la oscuridad de un bunker a Brecht, la sonata de Beethoven, al escritor haciendo el amor con su amante.
Los espectadores somos como ese espía que se mete a la recámara de los amantes para acariciar esas sábanas donde otros se aman. Porque uno no ama. O no ama así. O sí ama así pero no es amado así.
Y ahí estaba: ese escritor alto y corpulento, temeroso de la soledad y de no volver a escribir. Noble, vanidoso, amoroso con su mejor amigo, un dramaturgo.
Y ahí estaba yo: conmovida recordando a los escritores que amo, a Jünger y a Kundera disidentes de sus dictaduras, el escritor alto y su amigo dramaturgo, la conversación sobre política aquel domingo en su casa, con una cerveza Sol en la mano y los disfraces para sus perfomances provocadores.
Estaba yo con esas preguntas que he querido enterrar: ¿para qué escribir? No te iba a preguntar eso, me dijo Imanol. No me quiero preguntar eso, me dije yo. Pero lloro cuando veo que hay un arte que sí se pregunta el por qué, y ese por qué lo veo respondido en las lágrimas del espía de la STASI, llorando y transformándose porque ha escuchado en la oscuridad de un bunker a Brecht, la sonata de Beethoven, al escritor haciendo el amor con su amante.
Los espectadores somos como ese espía que se mete a la recámara de los amantes para acariciar esas sábanas donde otros se aman. Porque uno no ama. O no ama así. O sí ama así pero no es amado así.
Sí: uno llora y se transforma con el arte. Somos espías que traicionamos ideas inútiles y abrazamos las causas de otros; espías que acabamos traicionando un yo antiguo que abandonamos en la butaca del cine, como la piel de una serpiente renovada.
Lloro al ver las iniciales de la dedicatoria en el libro del escritor. Porque hay nombres que nadie conoce y hay nombres que nunca podrán aparecer en los libros que uno escribe. Siempre una enorme hache muda
Acaba la película. Lloro y Claudia no sabe por qué. Ha estado callada. Afuera llueve. Y el escritor alto me avisa que acaba de poner punto final al borrador. Y desearía estar con él en aquella sala del dramaturgo, tomándome una cerveza, hablando de política o no, de su borrador. No importa. Volver. Volver siempre a la vida de los otros.
Lloro al ver las iniciales de la dedicatoria en el libro del escritor. Porque hay nombres que nadie conoce y hay nombres que nunca podrán aparecer en los libros que uno escribe. Siempre una enorme hache muda
Acaba la película. Lloro y Claudia no sabe por qué. Ha estado callada. Afuera llueve. Y el escritor alto me avisa que acaba de poner punto final al borrador. Y desearía estar con él en aquella sala del dramaturgo, tomándome una cerveza, hablando de política o no, de su borrador. No importa. Volver. Volver siempre a la vida de los otros.
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