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Querida Margarita

Hoy estuve en tu estudio. No estabas. Vi dónde te sientas a escribir. Tu computadora, tu teclado, tus libros alrededor, tu música escoltando el proceso que parece interrumpido. Siento bochorno y morbo a la vez.

Ya vi la portada de tu novela recién publicada. Perdona. Pero estuve ahí porque me hizo pasar tu marido. Junto a nosotros está tu nieto, mi hija. Estamos regresando de la fiesta de cumpleaños de Mariana. Kevin le muestra a ella las fotos de Paco. Las fotos de su papá.

La primera vez que dejé a Mariana al cuidado de alguien que no éramos ni su padre ni yo, fue porque quería acompañarte en el funeral de Paco. Kevin todavía no nacía. Estaba en el vientre menudo de su madre. Y ni siquiera lo sospechábamos.

Ahora escuché que Kevin le hablara a Mariana de su padre, y a ella se le humedecieran los ojos. Me pareció entonces que una enorme montaña se levantó y rompió el tiempo.

Mira cómo son las cosas. Así como tantas veces hablamos del dolor irreversible de una madre al perder a su hijo, así como te entendía que desde entonces las reglas del mundo se hubieran roto para ti, ahora veo a esos niños de 11 y 12 años hablar de la muerte con paz, con sensibilidad, con la madurez que les puede permitir su corta edad.

No has deseado más cosa en la vida que Kevin crezca feliz. Ahí lo tienes. Mientras veníamos a tu casa en el carro, escuchamos la radio a todo volumen, grupos de chavitos, ya sabes: División minúscula, Panda. Canté con ellos. Son niños felices.

Y yo estoy feliz también. Aquí en tu estudio, por primera vez. Aquí con la portada colorida de tu novela. Acompañada por los niños. Sí, incluido Paco.

Te doy ahora el abrazo que hubiera querido darte ahí.

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