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De los pañales al borramiento

Dos veces he sido madre, dos veces he sufrido depresión posparto y en ambas ocasiones desconocí que me estaba sucediendo a mí. 

Sí, había síntomas: llantos repentinos y copiosos, sin una razón clara; una especie de adormecimiento mental que me provocaba lagunas en la memoria, en el hilo de la reflexión e incluso para encontrar palabras. Pero ¿es eso depresión posparto?, me preguntaba, y me explicaba convincentemente que era la explosión de hormonas que se detonan para dar a a luz y la otra bomba posterior para generar leche y volver a ser un cuerpo que ya no está en plena gestación.

Una de mis depresiones posparto duró un año; la otra, es posible que se haya alargado hasta los cuatro o cinco años de mi pequeña. Por lo general, se habla de este tipo de depresión como una circunstancia encapsulada, con un inicio y una fecha de término; pocas veces he visto que se analice como el posible fertilizante para empeorar las circunstancias adversas que generan más depresión.

Según estudios de la Universidad Veracruzana, en México, el 32.5% de las mujeres sufren depresión posparto, por lo que es un problema de salud pública, que no se atiende. 

La prevalencia es alta, si comparamos con datos de la OMS, que establece la depresión postnatal en 13% de mujeres en países con ingresos altos y de 20% en países con ingresos bajos y medios. 

Sin embargo, todos los estudios acusan una falta de eficiencia en la medición. Porque la depresión posparto es silenciosa y silenciada por el entorno social, familiar e incluso médico. La gran mayoría de las veces el mismo personal médico invisibiliza esta posibilidad y no habla de protocolos mínimos para la atención o prevención. 

La depresión posparto es circular y gira sin cesar y, como un chamizo, adhiere espinas, hierbas, materia orgánica y todo lo que arrastre a su paso, hasta crecer y convertirla en una maraña indestructible. Inicia con el cambio brutal de hormonas, que genera un ambiente emocional que se alimenta de cualquier circunstancia —ya sea de temores laborales, del abuso en su núcleo afectivo o invisibilización en su entorno familiar y social, abandono de su red de apoyo, sobrecarga en las labores de cuidados—, y esto a su vez genera mayor abandono, falta de apoyo emocional, dificultad para reintegrarse a las actividades sociales o labores. Y el chamizo sigue creciendo lenta y dolorosamente.  

Y así como ante la lupa de la pandemia hemos entendido el valor público de los cuidados, así la maternidad pone reflector sobre su dimensión  política. 

Gran parte del sentimiento de abandono que se experimenta una vez que nace la criatura, se debe al sistema laboral, que niega el permiso de paternidad, lo cual suele tomarse por los padres como autopista para huir raudos de ese caos en que se convierte la vida cotidiana, y que silenciosamente se enreda con dolor, vacío, exigencia, agotamiento, asimetrías, imposiciones sobre el maternaje. 

Pero lo más difícil de constatar y experimentar es que en la maternidad, por más leyes hacia la igualdad y por más participación del padre que exista, no hay igualdad, no hay simetría. Eso es insalvable. Una vez que decides ser madre y seguir adelante con un embarazo, la experiencia de gestar dentro del cuerpo una vida más, de cuidar del cuerpo siendo una-con-otro-cuerpo durante cada segundo de la gestación, es una experiencia única e intransferible. 

Cada una de las decisiones de esos meses está atravesada por la conciencia del otro, que está dentro; no solo de la mujer que una es en su propia agencia. Desde qué beber o no beber, qué comer, cómo sentarse, si viajar o no, incluso decisiones de vida, el cronograma de proyectos, la planeación del horizonte laboral o formación. Y eso es un peso que trasciende la vida que crece en la entraña.

Recuerdo que en las últimas semanas del primer embarazo, sufría de insomnio. Familiares y amistades me recomendaban dormir, “ahora que puedes”, como una amenaza velada sobre lo que se venía. Pero justo, en lo que yo pensaba era en ese momento del parto, ¿podré hacerlo?, ¿mi cuerpo podrá hacerlo?, ¿podré respirar como me enseñaron?, ¿duele tanto?, ¿qué se siente?, ¿y si algo sale mal?, ¿y si no logro sacar a mi bebé de mí? 

Esa coyuntura es de una radicalidad apoteósica. Esa que eres tú, de repente se abrirá y dejará salir a una persona más, que ha estado en tu interior. Esa que eres tú, en ese momento, tiene la total responsabilidad sobre el cuerpo. De ti depende esa vida. De ti depende tu vida misma. 

Dicen que el dolor de un parto es equivalente a fracturarse 20 huesos a la vez. El dolor es subjetivo. Lo objetivo es el hecho de que tu cuerpo reventará entre caudas de agua y de repente una criatura con llanto entre animal, humano y sobrenatural estará resonando en una sala de partos o quirófano, estará resonando en tu pecho, estará resonando cada dos o tres horas, estará resonando en tu cerebro por muchos años o quizá por la eternidad.

Hace poco vi Tully (dirigida por Jason Reitman y escrita por Diablo Cody), como propuesta del cineclub de una colectiva de madres a la que pertenezco (A muchas voces), y hay una escena que es aterradora: un loop veloz en el que se sintetiza todo un día, y uno tras otro: llanto, biberones, cambiar pañales, vestir, amamantar, sacar aires, arrullar, dormirle, llanto, biberones, cambiar pañales, vestir, amamantar, sacar aires, arrullar, dormirle, llanto. Y es de las escenas más aterradoras que he visto. Ese loopeterno en el que se vuelve la vida, esas tareas pesadas y repetitivas a las que se reduce el amor y el cuidado. La culpa que se siente al no gozar la nueva vida que llega, la nueva vida familiar, los cuidados. Ese loop aplastante que amenaza con un día enloquecerte. 

Intentaré escribir esto sin spoilear. Cuando Marlo (Charlize Theron) parece empezar a disfrutar un poco más de la vida, a recuperar su sentido del humor, a tener un poco de tiempo libre, gracias al apoyo de la niñera, a mí me parece una explicación perfecta de cómo funciona la depresión materna. Ésta no tiene que ver sólo con la falta de sueño o la sobrecarga de tareas, sino con el aislamiento, con la terrible soledad de cada madre, con la invisibilidad a la que se ve sometida, al vacío atroz que se sufre cuando has dado a luz y tu persona acaba circunscrita a las exigencias de los demás, incluso de esa criatura a la que deseaste tanto, en caso de que así haya sido. Quizá la niñera no haya descargado a Marlo de las demandantes tareas de cuidados; pero sí fue capaz de ver a Marlo, la escuchó, se interesó por cómo se sentía, por quién era por sí misma y no en relación con sus hijos, su casa o su pareja. 

Pienso que la depresión posparto se prolonga por esta invisibilización de la madre, esta negación de sus necesidades, de su persona, de su individualidad.

Según datos de la Encuesta Nacional y Nutrición 2012 del Instituto Nacional de Salud Pública, la depresión que se prolonga hasta los hijos de 5 años es de 19.9%; es decir, 1 de cada 5 madres; esto significa que 4.6 millones de niñas y niños son cuidados por madres con un cuadro depresivo, con sus respectivas consecuencias, tanto para las madres como para sus criaturas y la relación entre ambas partes. Además, las mujeres embarazadas o con hijos son tres veces más susceptibles de presentar depresión que en otra etapa de su vida. 

La depresión posparto debería ser tratada como lo que es, un problema de salud pública; y la prevención de posibles suicidios y filicidios. No se trata solo de agotamiento —que en sí mismo es desbordante—, sino de soledad, de incomprensión, de borramiento, de invisibilización de las madres, de sus temores y necesidades. 

Hace poco más de un año, con mi hija mayor ya de 25 años y mi hija pequeña de 9 años, encontré un taller llamado “Pequeñas Labores. Escritura desde la maternidad”, impartido por Isabel Zapata. Ya entrada en la pandemia, con el frenesí que me significó la posibilidad de tomar cursos y talleres en línea, me inscribí. Cuánto lamenté no haber contado con algo así durante los embarazos de mis dos hijas. 

Me adentré a lecturas que hacían eco de los temores acerca de la maternidad, la rebeldía ante los mandatos impuestos a las madres por una cultura patriarcal, la confesión de toda la gama de emociones que despiertan las maternidades. Y lo mejor, encontré a otras mujeres, madres, con quienes podía compartir tanto la ternura como la rabia, la plenitud y la frustración, el amor y el desconcierto que nacen junto a cada hijo o hija que damos a luz. 

Como le sucede a Marlo en Tully, no se trata solo de aligerar la carga de cambiar pañales; se trata principalmente de no convertirse en invisible una vez que nuestra criatura sale del vientre, sino de ser vista, de ser escuchada, de sentir que nuestra vida importa en sí misma y no en relación con a quienes cuidas

(Publicada originalmente en Revista Este País).

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