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Maternidad: mi nudo gordiano de octubre


En la sala de auscultación del consultorio de mi ginecóloga, me preguntó, casi en  secreto: “Bueno, ahora que nos quedamos solas, te pregunto, ¿qué preferirías? ¿Tener una hija libra o una escorpión?”

La  pregunta me hizo mucha gracia. Mi primera hija tenía casi 16 años y es signo Escorpión. Mi segundo embarazo estaría a término justo alrededor del cumpleaños de mi primogénita y justo, también, en los linderos entre Libra y Escorpio. Elegí Libra, para variar.

Así mis dos hijas nacieron en octubre, 19 y 25 de octubre, una de parto natural y otra, cesárea. 

El mes de octubre, en muchos sentidos, le ha dado sentido a mi vida. Celebro el cumpleaños de mi padre; y así como me ha traído la vida de mis dos hijas, también es la ocasión para conmemorar lo indeseado e inesperado: la muerte de mi madre.

Octubre es un nudo gordiano, grande y brillante como sus lunas. A menudo he pensado que es el oráculo de mi vida. Mis progenitores con su vida y muerte, como cabo y rabo de ese cordón anudado en mi corazón; la llegada de mis hijas a esta forma de vida de mi propia mano, con sus tránsitos como un entretejido hermoso, complejo, intrincado. Todo es un laberinto desconocido para mí. 

Dice la leyenda que Gordias, en agradecimiento por haber sido elegido rey, y como ofrenda a Zeus, ató su lanza y yugo con un nudo cuyas puntas se ocultaban en su interior, de manera que nadie pudiera desatarlo. 

La maternidad es eso, el nudo que no se desata, con el yugo y la lanza en su centro: el ataque y el sacrificio, la lucha y la derrota, la valentía y la fragilidad como parte de la misma aventura.  

Quizá no exista otra decisión que surja de una certeza imperiosa y que esté tan llena de incertidumbre como es la maternidad. 

Mis dos hijas nacieron de decisiones reflexionadas, asumidas, abrazadas con toda la fuerza que cabe en mi ser, y sin embargo ante la pregunta “¿por qué decidí ser madre?”, nunca he podido responder. Nunca fui una niña que soñara con ser madre. Nunca he sido ese tipo de mujer con un “instinto” o intuición “natural” hacia la maternidad. 

 A menudo me he sentido en la vida como una hija extraviada de mí misma. A menudo siento que tengo que ser guiada, que tengo que enseñarme a vivir, que tengo que explicarme el mundo y cómo funcionan las personas, que tengo que ser paciente con la enseñanza de lo cotidiano, desde preparar un platillo hasta tender mi cama. 

¿Por qué alguien con esa torpeza e inexperiencia querría ser madre? ¿Por qué alguien que jugó a las muñecas haciendo el papel de hija, y nunca de madre, querría ser mamá? 

Hace años participé en unos coloquios interdisciplinarios que se organizan en el sur de España durante el verano, cuyo tema era “¿Cuáles son las verdaderas razones para engendrar?” Y la respuesta conclusiva de aquellos días de reflexión y discusión fue que engendrar es un acto de amor benévolo, sin razón, sin argumento, sólo el amor que se entrega como una fuerza que se desborda, que nos desborda.

Así ha sido mi caso. Y siento que ese amor desbordado, más allá de mis fuerzas, alcanza para maternar, pero al mismo tiempo, es insuficiente. Nunca es suficiente el conocimiento, la intuición, el instinto, el sentido común. Cada día coloco en un altar el arsenal que requiere la maternidad, y cada noche acabo agotada, desconcertada, con la sensación constante de haber fracasado, así, un día tras otro. 

Y en esas noches, siempre me pregunto: ¿cómo lo hubiera hecho mi madre? Y sobre todo, ¿así se habrá sentido?, ¿el fracaso permanente, la insuficiencia eterna, la duda constante? 

A veces pienso que no. La recuerdo en mi niñez, amorosa, sorprendiéndonos con su canto, con los milagros sobre la mesa cada vez que nos alimentaba, con su facilidad para tejernos y cosernos la ropa y los juguetes, la capacidad para tener la casa limpia cada día a pesar de sus seis hijos  

  A veces pienso que sí. Cuando vuelve a dolerme su depresión en sus últimos años, la soledad que adivinaba en ella en esas noches de insomnio en que se ponía a tejer o coser como poseída, los silencios mientras se afanaba en el mundo que se le había reducido a una casa a pesar de sus capacidades y sueños.

Cuenta la misma leyenda sobre el nudo gordiano, que cuando retaron a Alejandro Magno a desatarlo, lo cortó con su espada y dijo: “Es lo mismo cortarlo que desatarlo”. 

Mi madre murió un 15 de octubre, cuando mi hermana tenía 17 años y yo 20. Éramos las más chicas entre sus hijos, las únicas mujeres entre sus hijos. Hemos tenido que lidiar con la pérdida de la madre, que es algo tan carnal; la ruptura de ese hilo que nos ata a la vida, a la estirpe entre madre y madre y madre de generación en generación, a nuestra historia, a nuestra continuidad a lo largo de la vida. La espada cortando el cordón umbilical, el acertijo gordiano.  

Creímos lidiar con la pérdida de la madre, nuestra madre. Nos supimos huérfanas. Nos sentimos desterradas del mundo por el que nunca más tendríamos explicación, porque esa madre nunca más estaría ahí para decirnos certezas ante la duda, sosiego ante los miedos, palabras de aliento ante el dolor . 

Pero nunca sospechamos que lidiaríamos con una pérdida más profunda: la pérdida de nuestra madre en el momento de ser madres. La ausencia profunda cuando fallamos en todo: al amamantar, al consolar a nuestras criaturas cuando lloran largamente sin que descubramos la razón, al lastimarles sin desearlo, al no lograr arrullarles, al no menguar sus fiebres o enfermedades, al no saber qué hacer con sus adolescencias indómitas. 

Quizá si mi madre viviera yo no tendría la sensación de ser mi propia hija, errática, mientras trato de enseñarle (enseñarme) a ser madre, a ser amorosa a pesar del cansancio, a ser alegre a pesar de la zozobra, a ser entusiasta a pesar de la incertidumbre del futuro, a ser ejemplo en cualquier cosa a pesar de decirme cada día y a cada momento “no sé, no entiendo, no puedo”. 

Pero el amor benévolo. 

Pero la fuerza incontenible de la vida. 

El irremediable flujo de existir y transitar los meandros de la cuerda en un nudo irresoluble y ferozmente bello. 

Mi madre murió un 15 de octubre, ya lo dije, pero no dije que es el día de Teresa de Ávila, de santa Teresa, una de las pocas mujeres en la tradición católica que es Doctora de la Iglesia. Y eso tiene un significado profundo y luminoso para mi hermana y para mí, ambas lectoras de Teresa. Dentro del abrupto e irremediable corte de espada,  hubo un guiño en la pérdida, un bálsamo en el dolor. La mano de Teresa llevándose a nuestra madre ha sido una especie de promesa. Incumplida o no, las promesas verdaderas se sostienen a lo largo del tiempo y, aunque no se cumplan, tampoco desfallecen. 

Una amiga me leyó el tarot en el reposo absoluto que tuve en un tramo de mi segundo embarazo por desprendimiento de placenta. La carta que explicaba la relación con mi hija mayor era una entre maestra y discípula. Ella era mi maestra, yo su discípula. La razón de su vida en la mía es que yo aprendería de ella. La hija enseñando a la madre en una misteriosa inversión de los tiempos, los sentidos y las cronologías. Mientras que la carta que explicaba la relación con mi hija menor, era la de un gran árbol dando sombra y sosiego. Yo era la figurita debajo de su enorme y hermosa fronda. 

Soy una madre. Soy mi propia madre enseñándome a ser madre. Soy mi propia hija torpe e inexperta. Soy madre de mis hijas y soy a la vez una aprendiz de ellas, una discípula de sus mentes lúcidas, agudas, creativas, brillantes, dueñas de una fortaleza admirable, dueñas de ellas mismas.  

Es mi nudo gordiano. Y no quiero espada para cortarlo. Tampoco es necesario desatarlo. Quiero habitarlo en lo que es. Es el amor benévolo y misterioso de la vida.

(Publicada originalmente en Revista Este País).

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