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La rebelión de las madres monstruosas

Días antes de la elección, la Secretaría de Educación Pública en México anunció el regreso de las niñas y niños a las escuelas de manera presencial. 

Mientras en el grupo de WhatsApp donde estamos las madres de la escuela de mi hija pequeña, muchas de ellas se alegraban, otras se desconcertaban, algunas veían imposible ajustar sus rutinas con tan poca anticipación, y el resto nos enojábamos al verlo como un acto de manipulación del gobierno que nada tenía que ver con medidas sanitarias serias, responsables, con base en evidencias científicas. 

Y en efecto: pasadas las elecciones, una vez que votamos, las madres y padres ya no éramos necesarios; las criaturas, menos. En realidad, la infancia nunca ha sido el centro de las decisiones del Estado en México. 

Las autoridades cerraron las escuelas. Confinaron nuevamente a la niñez en sus casas. Cerraron los ojos ante lo que sucede dentro y las necesidades que se fraguan en cada criatura y su entorno doméstico.  

Yo soy una de esas mamás que prefirió que su hija continuara con clases virtuales hasta el final del año escolar. Pero aclaro,  soy una mamá tan atenta a las noticias científicas sobre el comportamiento del COVID-19 en el mundo, como a la salud mental en tiempos pandémicos y a la realidad de violencias y abandono total del Estado a las familias y a la niñez. 

¿Cuál ha sido la apuesta del gobierno durante la pandemia? Dejar a personas cuidadoras la responsabilidad total de lidiar en aislamiento con  el estrés acumulado del confinamiento, de la economía mermada, de la incertidumbre y del peso de los cuidados. 

Para quienes cuidan, no hubo ningún tipo de apoyo. Cuando se alertó que las violencias al interior de los hogares se estaban disparando en el confinamiento, el presidente lo negó y dijo que eran en gran medidas llamadas en broma; no hubo líneas de ayuda, no hubo servicios de salud mental gratuitos y a la orden de las familias recluidas; no hubo aumento de refugios contra las violencias. 

Al contrario, cuando se habló de la urgencia de un sistema de cuidados, el presidente dijo que las mujeres debemos cuidar, porque es parte de nuestra esencia. Y ese es el gran dilema con el que nos confronta la pandemia. 

Por un lado, la urgencia de cuidar la salud mental de madres, padres, jóvenes, de la niñez, de mayores; y por otro, la ciencia que nos golpea en la cara con un virus poco conocido, impredecible, altamente contagioso, temerario ante la baja vacunación en México y el mundo. 

El Covid-19 mata; el aislamiento en espacios domésticos, violentos o no, también. 

El peso de los cuidados, de la sobrevivencia económica, de la pauperización de la vida cotidiana y laboral son piedras en los bolsillos de madres y padres desesperados hundiéndose en un suicidio lento e involuntario. 

Yo me pregunto, ¿cómo el Estado del país número uno en abuso sexual infantil confía en absoluto los cuidados a las familias, en cuya intimidad suceden en mayor porcentaje esas atrocidades? 

Las madres que se suponen “cuidadoras por esencia” —un término aborrecible para disfrazar el mandato patriarcial del Estado— exhibimos nuestras maternidades monstruosas si nos atrevemos a hablar de lo agotadas que estamos, de lo difícil que son los cuidados, que necesitamos un momento de calma, de ocio, de cuidados hacia nosotras.

Por eso no nos están escuchando. Porque si alguna mamá quiere pausar, aunque sea por unas horas (las horas en las que las criaturas están en la escuela) el cuidado, es vista como una desertora que quiere expulsar del vientre a sus crías, como en una tragedia cosmogónica.  

En el poema babilonio de la creación, Enûma Elish, a través de la figura de Tiamat se habla de la aterradora conciencia de que no nacimos de una madre buena, sino de una figura monstruosa que nos destruye a pesar de habernos engendrado. Y la venganza del patriarcado se simboliza en Marduk, quien abre el vientre de Tiamat, y lo parte en dos: una porción se convierte en cielo y la otra en suelo. Marduk, el hombre guerrero, reconfigura de esa manera a la madre en un ser pasivo, esclavizada al orden patriarcal, guerrero, bélico, dominante. 

¿No es el Estado el que deserta de su responsabilidad y parte el vientre de las madres para descansar sobre él, para esclavizarnos?, ¿no es la estructura patriarcial del Estado la que somete a la madre en cuanto se rebela como figura que no sólo engendra, sino que transgrede incluso a la propia maternidad? 

Hay dos cartas públicas que circulan para firma. Una es de madres y está dirigida a las autoridades del gobierno federal, para pedir que coloquen a la niñez en el centro de las políticas públicas, y que se garanticen sus derechos “a la educación, a la participación, a vivir en condiciones de bienestar y a un sano desarrollo integral”. Piden la apertura de las escuelas.

La otra carta está dirigida a la Secretaría de Educación Pública, pidiendo que se investigue el abuso sexual infantil organizado en escuelas públicas y privadas.

Lo trágico de estos tiempos es que la niñez de este país no está segura en sus casas, no está segura en sus escuelas, no está segura en una realidad pandémica que los vuelve  la población más vulnerable.  Y quienes cuidamos, también requerimos espacios seguros y saludables: en nuestro entorno doméstico, en nuestra mente, en la comunidad en la que se inserta nuestra existencia, en los espacios urbanos.

Graciela Montes en su libro El morral de la infancia (FCE, 2001) dice: “La cuestión de la infancia es una cuestión pública y privada, al mismo  tiempo, y nos compromete a todos. Somos responsables individual y socialmente por ella. También globalmente, dados los tiempos que corren”.

Es lo que ambas cartas citadas reclaman. Independientemente de que se reabran las escuelas o no, independientemente del comportamiento de la pandemia con evidencias científicas, urgen espacios para la niñez no estigmatizados, seguros —sean privados, públicos o institucionales—, urge que el Estado se comprometa con la niñez, que revierta el abominable primer lugar en abuso sexual infantil, que fortalezca a la Policía Cibernética y ataje la correlación entre pederastia y pornografía infantil; que atienda los correlatos de las violencias de género contra las mujeres y su impacto en las infancias; que haga realidad un Sistema Nacional de Cuidados (ya aprobado en Cámara de Diputados, pero paralizado en el Senado) que deje de imponer a las madres la responsabilidad absoluta de los cuidados, incluso de estos complejos problemas estructurales y globales.

Tiamat, como arquetipo de maternidad, necesita descanso, que el Estado asuma su corresponsabilidad en los cuidados y en garantizar espacios libres de violencias. Y especialmente necesita que se comprenda que maternidades violentadas generan violencias contra las infancias; y que nuestra monstruosidad solo es una rebelión y ruptura a la idealización de las madres como máximas cuidadoras y al mandato exclusivo al cuidado.

(Publicada originalmente en Revista Este País).

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